Me oyen? ...Transmito escondida, busco la forma de no ser vista ni oída porque todo esta rodeado de enemigos, ellos se han tomado el puesto y acaban con lo que se mueva. Ya no queda sino humo, sangre seca y cuerpos abatidos, pero yo no me rindo, hace mucho me oculto bajo los desechos, me limito a estirar las piernas lentamente y a asomar la cabeza de vez en cuando para ver como va la vida afuera de esta trinchera donde los días y las noches no se diferencian, porque el reloj de la guerra no respeta ni a Dios.
Claro, al principio quería salir a vengarme por los caídos, tenía ganas de abrir fuego y terminar con todo, y a veces quería acabar conmigo porque son más, muchos más que yo que estoy sola en esta pelea. O quién sabe si entre los cuerpos vencidos haya otros que también se guardan de dejarse ver, otros vivos que parezcan muertos para despistar al enemigo. No importa ellos como yo están solos, no nos sabemos, no nos tenemos de apoyo, no podemos hacernos señales mudas para ponernos de acuerdo en el ataque. No podemos abrazarnos sin conocernos, ni alegrarnos de estar vivos, porque ni siquiera tengo la certeza de quién es aliado y quién no. Esta es una guerra de todos contra todos, sin reglas, sin códigos y sin misericordias.
He recuperado el pasado para sobrevivir los días, he ido al fondo de mi memoria y me he detenido cuando era niña y no había forma de bajarme de los árboles y mis enemigos eran las hormigas, una que otra serpiente camuflada de verde entre las ramas y la dolorosa sabiduría que queda en las tripas después de comer demasiadas frutas. Recuerdo que ya en esa época sabía de la guerra, porque crecí escondida en las trincheras infantiles hechas de música, con otros sobrevivientes que me hablaban con voces de papel desde los libros, y el mundo era pequeñamente difícil.
Así que ya soy veterana en estas artes de escapar y sobrevivir, he aprendido a no creer en la inocencia de las señales que dicen que no hay problema, que puedo confiar, que el mundo ha cambiado y es mejor. A veces quisiera, pero no me lo permito porque la desconfianza me ha salvado más de una vez de los puñales por la espalda. Prefiero seguir así, y vivir para ver el otro lado de la noche, mientras me empeño en defender la única bandera que nadie se ha atrevido a quemar: La de la verdad conmigo misma, el único himno que no he olvidado, el de mi nombre, y lo entono mentalmente a pleno grito. Quizá en alguna parte existan aliados y vengan a rescatarme de estos días en que amanece oscuro, y me lleven en hombros a su base, y me pongan una medalla orgullosa por haber sobrevivido tantos años defendiendo el territorio libre y nunca conquistado de Marta, la playa salvaje y jamás ocupada de sus verdades, la geografía inalienable de sí misma.
Desde el fondo de este miedo que me consume, envío señales de humo a los que son capaces de leer el cielo. Les digo no se rindan porque yo no lo haré, no se den por desaparecidos, no se declaren perdedores en la batalla incomprensible por la vida, porque la muerte es una puerta fácil y solo la usan los cobardes.
Claro, al principio quería salir a vengarme por los caídos, tenía ganas de abrir fuego y terminar con todo, y a veces quería acabar conmigo porque son más, muchos más que yo que estoy sola en esta pelea. O quién sabe si entre los cuerpos vencidos haya otros que también se guardan de dejarse ver, otros vivos que parezcan muertos para despistar al enemigo. No importa ellos como yo están solos, no nos sabemos, no nos tenemos de apoyo, no podemos hacernos señales mudas para ponernos de acuerdo en el ataque. No podemos abrazarnos sin conocernos, ni alegrarnos de estar vivos, porque ni siquiera tengo la certeza de quién es aliado y quién no. Esta es una guerra de todos contra todos, sin reglas, sin códigos y sin misericordias.
He recuperado el pasado para sobrevivir los días, he ido al fondo de mi memoria y me he detenido cuando era niña y no había forma de bajarme de los árboles y mis enemigos eran las hormigas, una que otra serpiente camuflada de verde entre las ramas y la dolorosa sabiduría que queda en las tripas después de comer demasiadas frutas. Recuerdo que ya en esa época sabía de la guerra, porque crecí escondida en las trincheras infantiles hechas de música, con otros sobrevivientes que me hablaban con voces de papel desde los libros, y el mundo era pequeñamente difícil.
Así que ya soy veterana en estas artes de escapar y sobrevivir, he aprendido a no creer en la inocencia de las señales que dicen que no hay problema, que puedo confiar, que el mundo ha cambiado y es mejor. A veces quisiera, pero no me lo permito porque la desconfianza me ha salvado más de una vez de los puñales por la espalda. Prefiero seguir así, y vivir para ver el otro lado de la noche, mientras me empeño en defender la única bandera que nadie se ha atrevido a quemar: La de la verdad conmigo misma, el único himno que no he olvidado, el de mi nombre, y lo entono mentalmente a pleno grito. Quizá en alguna parte existan aliados y vengan a rescatarme de estos días en que amanece oscuro, y me lleven en hombros a su base, y me pongan una medalla orgullosa por haber sobrevivido tantos años defendiendo el territorio libre y nunca conquistado de Marta, la playa salvaje y jamás ocupada de sus verdades, la geografía inalienable de sí misma.
Desde el fondo de este miedo que me consume, envío señales de humo a los que son capaces de leer el cielo. Les digo no se rindan porque yo no lo haré, no se den por desaparecidos, no se declaren perdedores en la batalla incomprensible por la vida, porque la muerte es una puerta fácil y solo la usan los cobardes.